domingo, septiembre 18, 2005

Recuerdos indelebles

Me encuentro técnicamente de vacaciones, un curso de lunes a miércoles en Madrid y después a disfrutar de unas bien merecidas vacaciones. Durante las mismas como ya dije por algún lado, quiero ir a Lisboa, terminar el papeleo del piso y prepararme mentalmente para el nuevo proyecto (trabajo). Porque sí, finalmente salgo del proyecto que me permitió vivir 4 meses en Chicago y visitar EEUU.

Han sido dos años y pico fantásticos que dejan recuerdos indelebles. Por ese motivo firmé el típico correo de despedida con una frase que busqué ex-profeso.

"Come, let's have one other gaudy night. Call to me. All my sad captains. Fill our bowls once more. Let's mock the midnight bell.", William Shakespeare

Bueno, pero eso sólo es una anécdota, no es el motivo por el que empecé a escribir este mensaje. Volviendo a los recuerdos indelebles, aparte de los de Chicago tengo más (como todo el mundo) y precisamente anoche me encontraba recordando la que para mi ha sido estéticamente la tarde más bella que he vivido, una tarde de fútbol ... de cine.

Todo comienza ayer por la mañana cuando vino a jugar un hombre que solía jugar con nosotros hace ya varios años y empezamos a comentar justo eso, el tiempo que hacía. Bueno, jugamos el partido, acabó el mismo y nos despedimos hasta la semana próxima , pero yo me quedé rumiando el número de años exactos que hacía que no nos veíamos. Así que empecé a echar cuentas.

Fue antes de empezar yo a trabajar, de eso hace 5 y medio. También fue antes de aquel curso de Visual Basic por la Junta de Andalucía, de eso hace 6 y medio, y recuerdo que una vez dejé de estudiar el día antes de un examen en la facultad para ir a jugar y despejarme un rato después de una o dos semanas encerrado estudiando. Es decir que de esto puede hacer perfectamente 7-8 años (¡¡¡madre mía, cómo pasa el tiempo!!! ).

Y por estas cosas de la asociación de ideas, recordé aquella tarde de en otoño que estaba chispeando pero acudimos prestos a nuestra cita con el fútbol. Pero justo allí tornose la gentil lluvia en fuerte tormenta y tuvimos o bien que parar, o bien ni siquiera pudimos empezar. El caso es que estuvimos esperando un rato y al final decidimos que ¡Qué diablos! estábamos allí para jugar y allí jugaríamos. Así que empezamos a jugar sobre las 7 de la tarde, en un campo de arena encharcadísimo de agua, lloviendo cuerdas que diría un francés y con una obscuridad casi absoluta como correspondía a la estación y a la negrura de las nubes.

Y hete aquí que el clima debió de compadecerse (no creo que parara para vernos jugar la verdad) y efectivamente cesó la lluvia torrencial. Pero no sólo cesó, también se abrió el cielo dejando pasar los rayos de luz de una amable luna a la que también debimos dar pena. Y éste fue justo el momento mágico, momento de película. Los protagonistas nosotros, empapados de agua y barro, cuerpos calientes por el esfuerzo emitiendo vaho como si no costara. A continuación el escenario natural, un binomio arrebatador, la luna y el campo.

Una luna prístina, como las que ya no hay. Su luz marchita pero suficiente, afanándose en proporcionarnos más incluso de la potencia que habíamos contratado. Toda la luz de que ella era capaz mediante una finísima carambola a tres bandas.

Un campo empapado al igual que nosotros de agua y barro, con casi tanta agua y barro y como nosotros a decir verdad, pero cómplice de la luna y espejo final de tan grato recuerdo.

(A riesgo de romper el hilo de mi narración, insertaré de forma lo más breve, posible la explicación técnica de lo que estaba pasando. Encontrábanse los astros de la siguiente forma, el sol invisible, rumbo de nuestras antípodas y con la promesa perenne de volver al día siguiente. La recelosa luna, visible y con un ojo en el sol del que nunca se ha terminado de fiar. Y será porque la contaminación lumínica o atmosférica estaba bajo mínimos después de la tormenta, pero el ojo de la luna se tornaba cuasi incandescente y despedía a su vez un chorro de luz que al chocar con el encharcado espejo en que se había convertido el campo, se abría en todas direcciones desnudándonos a los mortales jugadores del halo de invisibilidad que hasta entonces disfrutábamos.)

Fue una tarde-noche poética. De esas que recuerdan a brillos de facas a contraluz, dos hombres jugándose el orgullo y la vida por o por culpa de una mujer, en una lucha de la que como en los inmortales, sólo puede quedar uno. Una noche, luctuosa noche, pero bella donde las haya. En nuestro caso afortunadamente todo era más prosaico, no había dos hombres sino dos equipos, no había dos facas si no un balón y no había mujer por la que batirse, era simple testosterona y el placer de hacer deporte y además, si es posible, vencer.

Y así fue que jugamos un buen rato con esa luna reflejada en los charcos, en los grandes y en los pequeños, proporcionándonos una luminosidad sobrenatural. Allí aguantaron estoicamente luna y charcos, nuestros pisotones y salpicones hasta que ya rendidos de cansancio decidimos que el partido había acabado. Como siempre se acabó con el grito de ... "El que marque gana" y como muchas veces, una jugada individual de un "chupóptero" que dribla a seis y marca acabó con el partido, entre vítores y aplausos de algunos de los no "chupópteros". Yo nunca he tenido la calidad necesaria para ser "chupóptero", ¿ se nota?.

En resumen, un recuerdo indeleble.

Un saludo, Domingo.